Tu ingrato nombre
Del problema de Mastantuono a Platón, pasando por Marcos R., Borges y Shakespeare.
Cada rincón del mapa tiene el puterío de la semana que puede. En España, el programa de chimentos futboleros El Chiringuito quiso instalar la polémica por el nombre del recién aterrizado Mastantuono, que se llama, oh no, Franco. El estadio del Real Madrid lo había coreado así, con todas las letras, como si el país, se indignaron algunos, no hubiera vivido una dictadura de cuarenta años al mando de un militar con ese nombre pero en el apellido.
Josep Pedrerol, el conductor del programa, hizo el truco astuto de presentar el quilombo como dado y de ubicarse en el lugar del espectador ingenuo y confundido, que no entiende dónde está el virus pero lo deja esparcirse.
Hasta ahí, todo simpático, un numerito televisivo con música incidental. Pero el asunto tuvo sus escalas. Unos días después le preguntaron a Xabi Alonso, el entrenador del equipo, qué pensaba del tema y cómo ayudaba al jugador a liberarse del ruido, y él respondió que no hablaba de eso con el chico. “Lo veo bien a Franco”, dijo.
Lo gracioso de la pregunta fue que nos quiso arrastrar a nosotros. “En Argentina ha llamado mucho la atención el escandalete que se montó”, le dijo el periodista español al técnico, mintiendo una repercusión que el tema no había tenido en esta esquina y ubicándonos también en el lugar de los desentendidos, como si acá no supiéramos de discutir horas y horas, o años y años, por cosas que pasaron en el siglo pasado.
Mastantuono ya se llamaba a sí mismo Mastantuono, al menos en la camiseta de River, pero allá heredaron el chiste brasilero de construir las marcas personales de los jugadores con sus nombres de pila, así que la tienda oficial del Real Madrid tomó sus recaudos y prohibió en la web el nombre de Franco para el encargo de camisetas. Se puede elegir el talle, después cualquier número, y cuando se escribe la palabra prohibida el casillero se pone rojo: Lo sentimos, este nombre o término no está disponible.
Probé, de curioso, variantes: resulta que no se puede poner Adolf ni Hitler, previsiblemente; no se puede Stalin, pero se puede Lenin; no se puede Che Guevara, pero se puede Fidel; no se puede Maradona, pero se puede Diego; no se puede Messi, pero se puede Leo; se puede Putin, se puede Kim Jong Un, se puede Nike aunque la camiseta sea Adidas, si uno quisiera joder la marca, como se hizo en la media maratón de Buenos Aires.
La trama tiene una dimensión que no me interesa, sobre qué equipo entre los dos más grandes de España fue más beneficiado por el gobierno franquista, y una que me tuvo toda la semana haciendo asociaciones libres, sobre qué importancia tiene un nombre en la esencia de algo o de alguien.
What’s in a name, se pregunta Julieta, de la familia Capuleto, y cuatrocientos años después todavía no lo sabemos.
Eso que llamamos rosa olería igual de dulce con cualquier otro nombre, dice para convencerse. Su duda no se presenta, en principio, como una curiosidad genuina sino como una queja, porque lo que la separa del amor es un nombre, y no piensa en el suyo como el factor problemático sino en el de él, al que le propone llamarse de otra manera, de cualquier manera, para solucionar todo.
Parece un capricho adolescente y Romeo, tonto de enamoramiento, se muestra dispuesto a satisfacerla, pero la obstinación de la pregunta, eso que se quiere entender y no se entiende, lo que se quiere alterar y no se altera, los va a llevar hasta la muerte absurda.
Mucho antes de llegar a la tragedia, yo me quedé pensando en nombres conflictivos alrededor del fútbol. El último es el más obvio: Marcos Rojo llegó a Racing y le estamparon Marcos R. en la camiseta, borrándole tres cuartos de apellido, o el ojo entero, para que no quedara pegado al color de Independiente. Los genios del marketing del club se ocuparon de borrar la huella sucia pero se olvidaron de anotarlo a tiempo, y el jugador no llegó al plazo legal para jugar el torneo argentino, así que sólo sirve para la copa. En el primer partido ya le anularon un gol por empujar al defensor rival a la vista de todos y lo expulsaron por putear al árbitro cuando ya estaba en el banco de suplentes.
Marcos Rojo es uno de los jugadores más tontos que vi en mi vida, pero su carrera tiene vaivenes de desmesura. No sé cómo pasó pero jugó dos mundiales: de adelante para atrás, la memoria lo tiene en Kazán haciéndole un penal bruto a Mbappé y en San Petersburgo haciendo el golazo agónico contra Nigeria, y cuatro años antes en Río de Janeiro, poniendo el centro perfecto para que Rodrigo Palacio nos dé el mundial si define bien, no por abajo, que no era por abajo, sino embocándole al arco.
Cuando la cosa salga mal, el hincha de Racing podrá creer que la falla de Rojo ya estaba contenida en su nombre.
En la misma vereda, me crucé a una chica en Tiktok contando que los padres le pusieron Albana Celeste para decirle Albiceleste. Del otro lado, tengo un amigo de Independiente cuya hija se llama Clara para que sus iniciales, con el apellido del padre y de la madre, sean CAI.
También en el scroll infinito de las redes, cada tanto me vuelve un clip de un programa de Guido Kaczka en que dos gemelas de seis años, idénticas, se presentan como Mara y Dona. La cámara se queda con las dos, vestidas igual y sumisas ante el chiste del padre, que festeja su propia ocurrencia con el conductor. No son siamesas, pero la vida les está pidiendo que se queden pegadas, que sean una para formar la palabra.
En River, Diego Armando Barrado era un buen volante, pero su nombre completo era demasiado grande o demasiado incómodo. En las inferiores le pedían que no lo dijera, y cuando la voz del estadio lo anunció en primera se generó el murmullo de lo inconveniente. “Fue un error de mi padre”, se rió él mismo en una nota, y su carrera se fue apagando en equipos cada vez más chicos.
La inquietud humana por la esencia de la palabra antecede a los hinchas del Real Madrid y a Shakespeare, obviamente. El primer registro escrito sobre el tema parece ser el Cratilo, del siglo IV antes de Cristo, en que Platón transcribe cómo Hermógenes le pide ayuda a Sócrates, que en vez de darle soluciones lo acompaña a desanudar el problema. Según Hermógenes, su amigo Cratilo dice que cada cosa y persona tiene el nombre que le corresponde por naturaleza, y no que los nombres se impongan por pacto y consenso y se establezcan por hábito. Sócrates le hace ver que en la segunda opción, la arbitrariedad del lenguaje podría ser tal que la silla se llamara mesa mañana y caballo la semana que viene, y lo invita a pensar que todo discurso está para acercarse a la verdad.
En El Golem, Borges retoma esa idea de pureza mezclando a Sócrates con el drama de Julieta y su obsesión con las rosas:
Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
A Borges lo excita que un significante pueda contener su significado, como que el punto de un sótano contenga el universo, pero a la vez se pasa la vida jugando con las palabras, borrando una para que entre otra, persiguiendo la perfección de la imperfección que viene con el drama del lenguaje, la angustia por la sospecha de que lo que se puede decir de una forma quizás se pueda decir de otra.
Y entonces Mastantuono, sin el Franco.
Parece que la etimología del apellido no llega hasta el fondo pero que podría significar “maestro de tonos” o “maestro de la armonía”, acaso porque los primeros miembros de la familia fueron músicos. La hipótesis queda justa con su forma de jugar al fútbol, pero hay otra. Puede ser que todo venga de que alguna vez en el árbol genealógico hubo un Antonio, que casualmente es el nombre más repetido en el padrón de España. Si fuera así, el sintagma viene del latín “valiente”, que explicaría su tiro libre a Boca, o del griego anthos, que significa “flor” y que nos deja otra vez en el dilema shakesperiano. Hay más hilo del que tirar: Franco es de Azul, provincia de Buenos Aires, una ciudad que se llama así por el color de las flores que crecían a la orilla del arroyo y que se fundó por orden de Rosas, cuyo apellido también es la flor que aquejaba a Julieta.
De qué está hecha la genialidad, vaya uno a saber. Messi se llama como se llama por Lionel Richie, que a su vez se llama igual que su padre y que su abuelo. Hay gente que recupera la foto de Leo con Lamine Yamal, esa en la que el argentino baña al español recién nacido en una palangana, y hace rompecabezas con los nombres para entender qué magia le dejó pegada ese día. Resulta que las iniciales de Messi son el comienzo del nombre del presunto heredero, pero nadie dice que también son las mismas siglas del programa de Ángel De Brito, que no tiene nada que ver con nada. Por de pronto, para estirar el hechizo, ahora Yamal oficializó su noviazgo con una rosarina.
Podría seguir para siempre. El tema no va a ningún lado pero me obsesiona. En mi primer libro, de relatos autobiográficos, hice un chiste sobre el problema de mi nombre, que si hay ruido se escucha como “no sé” y que hace que la gente me repregunte confundida. Cómo que no sabés.
El equívoco me abre la oportunidad de no ser nadie, así como Borges se desprende de Borges y no sabe cuál de los dos escribe la página, en el texto suyo que más me conmueve. Él es dos, yo no soy ninguno. O me hago el gil, pero en realidad sí sé quién soy: me llamó José. Escucho el sonido, cuando alguien me llama, y me siento único en el mundo. Esa palabra es mía, y dicha en voz alta me hace aparecer, y si me cruzo a otro que cree que se llama igual lo miro con ternura o como a un error, la pretensión de una segunda marca.
Como Lionel Richie, me llamo igual que mi papá e igual que mi abuelo, pero ellos tienen segundo nombre y yo no. Ese sonido siguiente que no se usa pero que flota, como una identidad suplente o complementaria, a ellos les vino y a mí no. A veces pienso que en ese vacío se define mi vida entera. No en el nombre, sino en lo que viene después.
Mucha gente nueva por el tuit que me hizo famoso por un día. Bienvenidos. Esto es gratis y a la gorra, que es contradictorio pero verdad. Pueden quedarse así o pueden ayudarme, y la ayuda, mínima para ustedes, es máxima para mí, que estoy hace días revisando citas, torturándome otra vez con el no gol de Palacio, buscándole la vuelta al texto. Gracias, desde ya.
BONUS TRACK
Este material me quedó afuera, para no interrumpir tanto la lectura.







Buenísimo,José. Por algún motivo recordé el momento que me di cuenta que JAF, cantante y guitarrista argentino comparte iniciales con John Anthony Frusciante, el JAF de los peppers. También recordé que hay una peli que se llama Le prenom, donde un tipo le cuenta a sus amigos que le va a poner Adolf a su hijo y eso conlleva a disparatadas situaciones hasta el punto de poner en peligro una amistad de décadas (?
Esto es una maravilla de principio a fin. Gracias