Si vos estás, yo estoy
Como aquel gol de Crespo entre los papelitos, como el penal que Olave le atajó a Pavone, esto es una vez y es para siempre, y es nuestro. Bienvenidos al diario de mi viaje al Mundial de Clubes.
Una sola vez en mi vida me senté a ver un partido de River sabiendo que perdía. Fue hace diez años y el entrenador era Marcelo Gallardo, pero ni el técnico de nuestras vidas tenía mucho para hacer contra lo que había del otro lado. Hubiera alcanzado para el pesimismo y la rendición con que el rival tuviera a Lionel Messi, pero además de Lionel Messi, de 28 años años y recién afeitado, el rival tenía a Dani Alves, a Sergio Busquets, a Andrés Iniesta, a Neymar y a Luis Suárez. No habrá nunca una cosa igual.
De esa noche japonesa, los hinchas de River nos llevamos una derrota digna u olvidable, que pudo ser catastrófica si el Barça de Luis Enrique aceleraba más después del 3 a 0, y una serie de escenas pintorescas que adornaron el dolor inevitable: una atajada extraordinaria de Barovero a Messi que provocó la felicitación del 10 y la confesión del arquero mientras se levantaba del piso —“Le cumplí el sueño a mi hijo”, le dijo—, un caño del negro Balanta a Busquets, el festejo moderado de Messi en su gol que reveló lo que intuíamos todos, que es que habrá sido hincha de Newell’s por destino pero fue siempre de corazón gallina, y un zurdazo en el palo del Pity Martínez para confirmar lo que los claims de marcas deportivos esconden, que es que no se puede hacer nada contra lo imposible.
Después de ese partido, ningún equipo argentino volvió a jugar la final del Mundial de Clubes, la nueva versión de la vieja Copa Intercontinental. Yendo hacia atrás, San Lorenzo dio pena contra Real Madrid en 2014, el Estudiantes de Sabella estuvo a diez minutos de ganarle a otra versión aún mejor de Barcelona, en 2009, y Boca perdió contra el Milan de Pirlo y Kaká en 2007. Más atrás todavía, Boca, Boca, Boca: en la era Bianchi le ganó al mismo Milan por penales en 2003, perdió contra Bayern Munich en 2001, le ganó a Real Madrid en 2000. Y ese partido, que resolvieron Riquelme y Palermo en seis minutos, quedó congelado en la memoria colectiva como la última gran hazaña del fútbol argentino, que fue grande ese día pero no tan grande como se lee ahora, veinticinco años después, cuando ya pareciera que nunca más un club de acá le va a ganar un partido por los puntos a uno de allá.
Hacia delante otra vez, después de aquel River–Barcelona hubo ocho ediciones del torneo. Ningún equipo argentino llegó al partido final y los brasileros, que sí llegaron, tampoco pudieron ganar: las ocho ediciones fueron para los europeos. Ya no hace falta un Messi ni un Barcelona histórico para acentuar esa brecha. Uno de los legados intangibles de la era Guardiola es que el fútbol de Europa mejoró en conjunto, y la velocidad y la precisión de los pases que hacen que los partidos de allá salgan 4 a 3 tienen a nuestros niños hipnotizados, yendo a los cumpleaños con camisetas de Lamine Yamal o de Jude Bellingham, mientras nadie que esté leyendo este texto podría recitar de memoria los treinta equipos del torneo argentino o nombrar una joya reciente más allá de Franco Mastantuono, que se despega tanto del promedio que lo descubrimos todos a la vez.
Mientras tanto el Mundial de Clubes tomó forma de mundial de selecciones y desde el 14 de junio, por primera vez, se va a jugar entre 32 equipos, con fase de grupos, eliminatorias a partido único, en un sólo país y durante un mes, que es el sistema más perfecto que supimos conseguir para un torneo de fútbol. En Estados Unidos, mezclados con doce clubes europeos, cuatro brasileros, el equipo de Messi y varios de los continentes decorativos, van a estar River y Boca. Y va a ser, para los dos, la primera vez de sus más de 120 años de historia en que vayan a un torneo a no ganarlo. A ver cuándo y por cuánto lo pierden.
Voy a la cancha con papá desde que tengo cinco años. Mi debut fue en un partido contra Ferro de 1990 en que River ganó 3 a 1 y quedó al borde de salir campeón. A la salida me compré un llavero con la foto del Mencho Medina Bello que con los años iba a abrir las puertas de todas mis casas. La segunda vez que fui a la cancha, River también ganó. La tercera también.
Supongo que un niño de cinco años necesita series, cosas que se repitan, para creer en la estabilidad del mundo. River fue para mí, desde entonces, algo que gana y que me hace ganar. Supongo, también, que a esa edad empieza a brotar la pulsión por registrar las experiencias, pero todavía no el cuidado para que esos registros atraviesen el tiempo. Yo anotaba los partidos con lápiz, practicando la imprenta, en una hoja arrugada que flotaba por mi cuarto, a veces pegada a la pared con cinta scotch, a veces tirada en la alfombra. Llegué invicto hasta el partido veinticinco, un año y medio yendo a la cancha sin perder, hasta una noche en que San Lorenzo nos ganó 1 a 0. Volvía por Libertador en el baúl del auto, agarrado de mis rodillas, apretando el desconcierto en los ojos para que no saliera, mientras los amigos de papá me explicaban que a veces se pierde y papá inauguraba en nuestra relación su mitología, la conciencia de que había tenido una vida antes que la mía: me contó que cuando era chico River había estado dieciocho años sin salir campeón, y que durante todos esos años él había ido a la cancha con sus amigos. Me dijo, o le hago decir ahora, con el recuerdo pasado por mi escritura, que si uno insiste, en algún momento las cosas cambian.
Los años del descenso, antes del descenso propiamente dicho, tuvieron el mismo efecto de aquella anomalía, pero también el lugar para una pregunta nueva. Quién me devuelve, al final de la vida, las miles de horas que perdí mirando a River, queriendo con tanta fuerza algo que se me escapa. La inquietud era tan inútil y la respuesta tan obvia que podría haberme llevado a recalcular, pero ya era tarde. No se alteró ni un centímetro de mi deseo. Otras dimensiones de la vida me enseñaron que el amor puede mutar, pero nunca achicarse. Todavía hoy, mi mundo está en paz cuando River gana y confundido cuando pierde. Y aprendí que se puede vivir pasando de un estado al otro y seguir siendo uno mismo.
En el mundo anterior, cuando el fútbol argentino se jugaba con hinchadas visitantes, fuimos a la cancha de Independiente y a la de Racing, a la de Platense y a la de Huracán, vi a River salir campeón cien veces en la cancha de Vélez. Una vez, cuando estaba en tercer grado, papá me sacó antes del colegio para ir a un partido contra Deportivo Español que se jugaba a las tres de la tarde de un martes en el estadio de Ferro. Yo levanté la mochila y salí de la clase orgulloso, mientras mis veinticuatro compañeros varones y la maestra me miraban con envidia por la fuga o por mi destino, el sol de la tarde en una butaca de madera gastada, los dos goles del Cuqui Silvani que nos acercaron a otra vuelta olímpica.
Nunca vimos a River afuera del país. Hubo miles de oportunidades pero nos negamos, sin decirlo, a que nos pegara la policía brasilera o los carabineros chilenos, a la gesta del bondi o del avión, a que la experiencia tuviera el heroísmo y los ahorros diluídos pero no el placer. A ser hinchas de nosotros mismos. O quizás pasó, no le cuenten a nadie, que cuando fui adolescente le tocó el turno de ganar a Boquita. Vi a mis tíos y primos, todos bosteros, ir y venir de Brasil o de Japón como quien va a buscar una copa y vuelve. Y me creí, como creyó River durante años, que esas cosas eran de ellos.
Mamá y mis tres hermanas, mientras tanto, se pasaron todos estos años preguntándonos por qué no viajábamos nunca. Las mujeres de la casa no entendían, los hombres no teníamos una respuesta firme. En 2018, cuando la segunda final de la Libertadores se pasó a Madrid, papá y yo todavía estábamos calientes porque nos hubieran robado el partido más importante de nuestras vidas de nuestra casa. Si hago fuerza con la mente, todavía puedo recuperar la expectativa en mis rodillas durante las siete horas que duró la espera en la Belgrano alta el sábado original del partido, suspendido por los piedrazos al bondi de Boca, y la ansiedad renovada del día siguiente, cuando subimos las escaleras otra vez porque se jugaba y los parlantes nos avisaron que al final no. Nada tuvo sentido durante ese mes que separó la final de ida de la de vuelta, y todo tuvo sentido después. El fútbol también es eso: esperar con impaciencia, hacerse el boludo con la desilusión, dejar pasar el absurdo, excitarse cuando te toca.

River, que clasificó al Mundial de Clubes por su posición en el ránking de Conmebol, tuvo la suerte de quedar como cabeza de serie, a la par de Real Madrid y de Bayern Munich, y la mala suerte de que en el sorteo le tocó como rival el mejor equipo europeo del segundo bombo, Inter de Milán. Ese azar, además, mandó a River a las sedes de Seattle y de Los Ángeles, en la punta izquierda del mapa estadounidense, mientras a Boca le tocó jugar en Miami, el patio de la casa de los turistas argentinos. Seguimos los giros de los bolilleros, que fue un jueves del diciembre pasado, y nos mensajeamos con papá lamentando el destino, porque hasta ese día yo lo había jodido con que esta vez teníamos que viajar. Una vez en la vida.
El chat quedó en silencio un día, dos días, y al tercer día me llamó. Si vos estás en serio, yo estoy, me dijo. Y que quería invitar a Juampi, mi cuñado, que también es gallina y que acá no puede ir nunca por lo lejos que quedó el Monumental inmenso y renovado para los hinchas que no son socios y que no tienen el abono.
No dijo, no hizo falta que dijera, que en los últimos cuatro años atravesó un cáncer de próstata y un infarto que lo dejaron igual de vivo que antes pero, quizás, arriesgo sin su permiso, más consciente de que esto no es para siempre. De que hasta River, alguna vez, va a faltar entre nosotros si falta alguno de nosotros.
No dijo que ya no somos los de antes, que yo ya no soy el cuerpo chiquito que agarra al suyo de la mano para cruzar el puente Labruna y no perderse entre la gente, o que sigue sus indicaciones si la policía empieza a tirar gases lacrimógenos y la barrabrava de Racing se acerca a nuestra popular a los piedrazos, no dijo que ahora entre nuestros cuerpos puede caber otro cuerpo extraño, porque además de padre e hijo somos dos hombres, y en la larga conversación que fue River, a veces a pesar de nuestra fobia social, de eso que hacemos cuando nos encerramos como si el resto del mundo no tuviera nada para nosotros, se fueron metiendo otros, desde sus amigos que ya existían hasta mis amigos que fueron existiendo, desde mi hermana Teresa cuando se empezó a interesar por el fútbol hasta Lucía, que fue mi novia durante quince años y que también iba a la cancha con su padre.
No dijo, tampoco, que Juampi es uno más de esa lista corta pero también el que lo llevó a la guardia el domingo del infarto, y que en la aceleración de su auto, en los dos semáforos rojos que atravesó por la intuición de que el dolor en el pecho era grave, quizás haya estado la diferencia entre el apagón y la luz, la línea finita que divide a un destino de frenarse o de quedarse para ir por otra Copa Libertadores o por un Mundial, por lo que sea que le pongan enfrente.
Y no dijo, sobre todo, que la que lo convenció fue mamá, que de tanto preguntarle por qué no íbamos le habrá hecho preguntarse, sin querer queriendo, de qué se trata todo esto, para qué es el tiempo, para qué es la guita que se guarda, a dónde vas a estar cuando Milton Casco salte a cabecear contra Marcus Thuram.
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LO QUE NOS ESPERA
17 de junio vs. Urawa Red Diamonds
Hoy a la madrugada, mientras Nacho Fernández soñaba cosas, Urawa Red Diamonds le ganó a Tokyo por la fecha 17 de la liga japonesa. El equipo había arrancado muy mal el torneo, se acomodó con cinco victorias seguidas y ahora está cuarto, a dos puntos de los puestos de la Champions League de ellos y a ocho del puntero. En este semestre los tipos sólo jugaron la J League, una o dos veces por semana. Nada de Copa Argentina ni de Libertadores a la asiática. La primera asunción es que llegan al Mundial descansados, y que la distancia entre Japón y Seattle debe ser mínima si agarrás el mapa para la derecha, pero mientras escribo esto, dudo: ¿se puede apuntar el avión para donde termina la hoja del planisferio? ¿Qué diría Gastón Pauls? ¿Era terraplanista en serio o nos estaba boludeando a todos? La cuestión es que a Urawa sólo le quedan cuatro partidos antes de verse con River. Hay que prestarles atención a estos tres: Ishihara, un lateral derecho que sube pero deja un agujero para Colidio en la espalda, Watanabe, que tiene pretensiones de 10 clásico pero es japonés, y Matheus Sávio, un brasilero de 28 años que jugó en Flamengo, volante tirado a la izquierda con poco gol y con poca sangre, como tantos brasileros que hemos visto y que nos pueden cagar la noche si la noche los agarra inspirados.

21 de junio vs. Monterrey
Monterrey perdió contra Toluca los cuartos de final de la liga mexicana y se le hizo un agujero de un mes en el calendario. Su próximo partido oficial es el debut en el Mundial, contra Inter en Los Ángeles, cuatro días antes de jugar contra River en Seattle. Ese desastre terminó de decidir a los directivos de rajar a Demichelis, después de histeriquear durante un mes largo, en el que Micho tuvo que hacer el papel tenso que le sale mal de repetir (como diría él, “te vuelvo a repetir”) que estaba entero, que los jugadores estaban con él, que vamos a sacar esto adelante. La cosa se puso imposible cuando el equipo perdió el clásico regio, contra Tigres, después de ir ganando hasta el minuto 89. Y peor que imposible cuando Demichelis discutió con el jugador español Sergio Canales en un entrenamiento y Canales, caliente, le pegó a un vidrio y se cortó la mano, que necesitó diez puntos de sutura.
No es la primera vez que a Demichelis se le va el manejo del vestuario de las manos y la cosa sangra. Algo del dolor que atravesó su vida privada y de su honestidad en la vida profesional no terminan de componer el personaje de entrenador que todo entrenador necesita, aún cuando ya demostró en un semestre de River que sabe de fútbol y que puede hacer jugar muy bien a sus equipos. Su salida ya no viene al caso, pero en su momento escribí algo sobre el tema y sobre la vuelta del Muñeco acá.
En cualquier caso, a nosotros nos libera la fase de grupos que la segunda fecha no esté teñida por el morbo de que Gallardo se cruce con Demichelis, de que Enzo Pérez se cruce con Demichelis, de tener que odiar por un rato a alguien que queremos.
Queda para otro día el repaso de los jugadores de Monterrey, que incluye a Sergio Ramos, quizás el mejor cabeceador del torneo, y a Lucas Ocampos, que apareció entre nosotros en la B y a la edad de Mastantuono y se llevó puesta la categoría. Para más deportes en el recuerdo, el técnico interino de Monterrey ahora es Nicolás Sánchez, que llegó al River de 2008 que dirigía Passarella, en un paquete de pases que incluyó a Sixto Peralta, al Roly Zárate y a Rodrigo Archubi. El futuro siempre es mejor.
25 de junio vs. Inter
Inter, nuestro último rival del grupo, el que en principio es imposible, queda para un análisis más largo en otra entrega. Por ahora digamos que mañana juega contra la Lazio para arrancarle al Nápoli la punta del Calcio, a falta de una fecha más para que se termine. El equipo de Lautaro Martínez está a un punto del equipo que sopla Diego desde el más allá y que ya ganó un scudetto después de su muerte. Si Inter consigue eso, mientras apunta a la final de la Champions contra PSG en Munich, el 31 de mayo, nuestro miedo irá in crescendo. Para agarrarnos de algo, los que vimos la serie semifinal del torneo europeo nos llenamos a la vez de esperanza y de cagazo: la serie fue un baile del Barça, que le generó veinticinco situaciones de gol en los dos partidos y que increíblemente no va a estar en el Mundial de Clubes, pero Inter metió un gol por cada media situación de gol que generó. Andá a saber cómo se dispara esa tensión si lo agarrás a Paulo Díaz patinoso o a Marcos Acuña distraído en la marca. Puede pasar, puede no pasar.
Gracias a Esteban Schmidt por la ayuda con el backstage de esta plataforma, y a Alfonso Crotto y Esteban Serrano por la lectura y el aliento.
Vuelvo el miércoles, con sensaciones riverplatenses del River—Platense.